Los fareros, una profesión en peligro de extinción
De momento, les han cambiado el nombre. Ya no se llaman fareros, ahora son técnicos de sistemas de ayuda a la navegación.
Y aunque parece que nadie imagina la costa sin faros puede que sí sin fareros, debido a la llegada de las nuevas tecnologías a las linternas de los faros.
Los últimos fareros gallegos. Cristina Fernández Pasantes, farera en Cabo Vilán; Eugenio Linares Guallart, farero de Estaca de Bares; y Miguel García Cernuda, farero de Punta Candieira. Reflexionan sobre cómo las tormentas van a peor cada año que pasa y los daños que han causado: nos narran con gran serenidad cómo el temporal arrancó tejados y rompió balizas, movió grandes rocas, arrastró furgonetas y tumbó cientos de eucaliptos a su alrededor; recuerdan cuántos naufragios han atendido en su vida y cuántos cuerpos tuvieron que ayudar a recuperar; calculan la probabilidad de que el control a distancia por ordenador les sustituya (aunque coinciden en que, cuanta más tecnología, más averías). Pero también explican cómo invierten el poco tiempo libre que su oficio les permite. Cristina, en particular, ha creado en el faro de Vilán un museo increíble que tuve el gusto de visitarlo y conocerla en persona hace muy poquito tiempo.
*-Cristina Fernández Pasantes (Camariñas, 68 años) le cuesta acostumbrarse a la vida fuera del faro de Cabo Vilán. El 12 de abril se retiró, después de cerca de medio siglo de oficio. «Acabo de jubilarme, he sido la última farera de la Costa da Morte», comenta con cierta pesadumbre y mucha morriña. «Aún estoy descolocada, fueron 46 años, toda una vida; pensaba que estaba preparada, había madurado mucho la decisión desde los 65 y fui dilatándolo en el tiempo, pero... Hay cosas que tienen que pasar, ahora estamos en ese tránsito». La figura del farero es como un símbolo y también una seguridad para el marinero, aunque la tecnología haya avanzado mucho.
Cristina sólo sintió miedo una vez. La madrugada del 6 de enero de 2014 vio olas como nunca había imaginado que existieran. Los registros marcaron una de 28.9 metros. Cuando pensó en coger el coche y salir del faro, el viento no la dejó. Y entonces se sintió sola.
“Me sentí atrapada y con miedo. Aunque sabes que la ola se deshace al llegar a tierra, no pude evitar pensar que me llevaría por delante”, cuenta hoy. La “tierra” es para ella un piquito escarpado llamado cabo Vilán, apartado del continente, donde el mar bate a los pies de una torre estilizada, majestuosa, casi altiva, que se construyó en 1896 y que Cristina habita desde 1974. “Es el padre de todos los faros, el cíclope de la Costa da Morte”. De allí intentó salir una vez, cuando después de morir su marido, también farero, la convencieron para que se fuese a vivir al pueblo, Camariñas. “La primera noche, junto a mi hija, nos acostamos en casa de unos familiares y nos miramos. No hizo falta decir más. A la una de la mañana regresamos al faro”.
*-La curiosidad movió a Eugenio Linares Guallart, asturiano de 63 años, que lleva más de 33 de farero en Estaca de Bares. «Vine aquí en 1979, eran seis meses de prácticas, pero se alargó por un año; después salieron vacantes y en dos años anduve todos los faros de Asturias, de suplente, buscando el ideal para vivir», relata. Entonces quedó una plaza libre en Bares. «Queríamos naturaleza para criar a los niños, no ciudad; era un sitio idílico, con una playa de aguas cristalinas y una isla desierta A Coelleira».
«La soledad del faro es la libertad, puedes hacer lo que quieras: también te limita porque no hay quien te eche una mano. En esa soledad hay momentos felices, cuando ves un halcón cazando una gaviota, un zorro acechando el gallinero. o los atunes saltando, nadie te perturba».
«Ya hace años que soy el único habitante de Estaca -constata-, cuando llegué había una docena de americanos y tres fareros con sus familias. Destila añoranza. «Cuando empecé en la profesión estaba enamoradísimo, creí que era la mejor del mundo, hacíamos un servicio altruista por un poco de dinero, dando las señales a los barcos. Los fareros tuvimos nuestra época dorada, ahora se está extinguiendo y ya será otra cosa; prima la competitividad, no pueden tener a un señor en un faro esperando a que se produzca una avería», ironiza.
Pero, a estas alturas, semeja que las nuevas tecnologías han conseguido automatizar incluso aquellos trabajos en los que la mano del hombre parecía imprescindible.
Ahora, en el momento en el que, en cierto modo, los faros han quedado relegados casi al olvido con la aparición de los modernos sistemas de localización vía satélite o GPS y radares, existen personas como Eugenio que no dejarán que ni la figura del faro ni el farero desaparezcan.
*-Desde su torre de Punta Candieira, en Galicia, Miguel García Cernuda nos cuenta cómo es el aislamiento en uno de los últimos faros habitados que quedan en España.
A su faro, su casa desde hace más de 30 años, le dicen en Galicia que es uno de los faros del fin del mundo, parafraseando la novela de Julio Verne. Una de esas esquinas del mapa con las que la Península mete un pie en el mar y donde, literalmente, termina la tierra. Después todo es agua. A su faro, su único hogar desde que llegó a él en los años ochenta tras salir de Madrid buscando salir de Madrid, se llega por una carretera más retorcida que el presente, de curvas sin memoria que, aunque hayas girado ya treinta mil veces debes tomar con el respeto de la primera. Y a su faro, que tiene como único vecino un viento insolente que la víspera llamó a la puerta con sus nudillos de aire a 80 kilómetros por hora, también ha llegado el confinamiento, por supuesto.
Me falta tiempo, como siempre me ha pasado. Aquí no tenemos señal de televisión, pero sí Internet. Así que, entre otras cosas, podemos leer y ver nuestras películas”.
Miguel se hizo farero en un bosque. Puro realismo mágico español. Fue un verano que trabajaba con su hermano Luis en una torre de vigilancia forestal contra incendios en Guadalajara. Estaban allá arriba, rodeados de robles y pinos, cuando empezaron a pensar qué sería lo siguiente. El paso normal, decidieron entonces, sería continuar en otra torre. Tenían dos opciones: estudiar para controladores aéreos o para fareros. Escogieron la segunda. Y así fue como Miguel, Luis y también su hermano Salvador se hicieron fareros. De los tres, hoy solo continúa en activo Miguel, uno de los últimos que quedan ya viviendo en los faros que hay en España.
Tres décadas después de aquello ahí sigue. Ya sabe que el entorno, que lo es todo en el faro, ese gusano de curvas que le lleva a casa, esas batidas de viento incesantes, ese paisaje verde gallego que no quiere dejar nunca, te marca porque es imposible que no lo haga. Si algún día se ve encerrado en otro lugar sentirá la claustrofobia agarrándole por las solapas porque le faltará el horizonte de mar con el que vive. Además, durante todo este tiempo, Miguel ha convertido su faro en un faro de todos. Como me dice, lo ha “compartido”.
Con amigos, como Carlitos, y familiares que han ido en vacaciones o en festivos o de visita haciendo del faro antiguo de la imagen romántica o tópica de la soledad, un “faro social”. La soledad, además, no es una cuestión de faros ni de confines. “O la llevas dentro o no la llevas dentro”, dice de nuevo tan escueto como certero. “Puedes estar en el sitio más aislado como este faro y vivir acompañado o hacerlo en la mitad de una ciudad y vivir solo”.