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"Queicoa”, significa en Barallete, la lengua de los afiladores; Dios, héroe, luchador, ser grande, mítico. Desde hace más de tres siglos hasta nuestros días, a los viejos afiladores de mucha fama, muchos caminos y miles de kilómetros a sus espaldas, les llaman “Queicoas”. Eran hombres bravos, duros, curtidos de trabajar en los campos de una de las zonas más pobres de Europa. Por eso las montañas galaicas los escupían al mundo en viaje a ninguna parte y con la única compañía del girar de una rueda. Si caminaban, soñaban. Si afilaban, vivían. Si paraban, perecían. Esta es su historia.

 El origen del afilador, una profesión olvidada

Cuando muchos de nosotros éramos niños escuchábamos el "pito del afilador" o "chiflo", una pequeña flauta hecha de cañas, recorrer las calles de nuestra ciudad o de nuestro pueblo entonando su clásica y breve melodía que combinaba graves y agudos y viceversa como si de una escalerilla musical se tratara.

Pero ¿cuál es el origen de tan antiguo oficio hoy en día prácticamente desaparecido? Para saberlo hemos de viajar en el tiempo y trasladarnos al siglo XVII y más concretamente, como cuenta una leyenda, a Nogueira de Ramuin, un municipio de la provincia de Orense. Allí, un afilador ambulante, algunos dicen que era austríaco, otros inglés, alemán o italiano, traía su rueda de afilar deteriorada y buscaba a un carpintero para que la reparara. Sigue diciendo la leyenda que el afilador encontró al carpintero en la población de Luintra. Éste era tan buen profesional que arregló los desperfectos de aquella rara herramienta y no sólo eso, sino que tomó medidas y dibujo aquel extraño artefacto para poder hacer una réplica en su taller. De ahí que Orense sea conocida por ser terra de chispas, debido a los centelleos que salían de la rueda al afilar.

El afilador empujaba una especie de carrito de madera, en el que se encontraba la roda de afiar, es decir, una rueda de piedra o "tarazona", que en un principio era acarreada por el propio afilador a sus espaldas o la hacía rodar. En dicho carro, este profesional llevaba todo tipo de utensilios: paraguas viejos, varillas, mangos o cachabas de paraguas (el afilador también los reparaba), clavos, tachuelas y, como no, un recipiente con agua, necesaria para un buen afilado. Todos los vecinos se enteraban de su presencia cuando se anunciaba con el "pito de afilador" o "chiflo" (más tarde éstos se sustituyeron por otros de plástico). Éste consistía primeramente en una pequeña flauta de pan, un instrumento de viento compuesto por tubos huecos hechos de caña y tapados por un extremo que al soplar producían un sonido aflautado de notas graves y agudas, al que seguía el típico grito "El afilador...", aunque cada afilador solía adoptar una melodía propia con la que anunciaba su presencia para distinguirse de los demás y atraer a sus propios clientes.

Los afiladores, en épocas de miseria eran figuras imprescindibles e insustituibles. Eran tiempos en los que todo se guardaba y nada se tiraba, todo se arreglaba, se remendaba o se remachaba. Eso sucedía con los pucheros, tarteras y sartenes de porcelana cuando se agujereaban por el exceso de uso, y cuando eso sucedía, ahí estaba el afilador que, con su maña, tapaba el agujero y dejaba el utensilio como nuevo. Además de arreglar los útiles de cocina, los afiladores afilaban cuchillos, navajas, tijeras... y por supuesto los paraguas que el viento giraba rompiendo las varillas.

La larga tradición del oficio de afilador en el mundo rural gallego hizo inevitable el surgimiento de un lenguaje gremial propio, o "barallete", el argot utilizado entre los afiladores en tierras de Galicia.

Como suele ocurrir con los oficios antiguos, que pasaban de padres a hijos, el de afilador no iba a ser menos. Considerado un arte por quienes lo practicaban y aún lo practican, afilar cuchillos y tijeras requiere gran destreza y precisión en el manejo del esmeril.

El paso de los años hizo transformarse esta actividad, experimentando grandes avances. Los carros tradicionales pasaron a convertirse en bicicletas y motocicletas.

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